Con lazos y volantes

Ariadna Cànaves

De entre todas las historias de hechos espeluznantes, fantasmas y desgracias contadas en aquél pueblo, la más chocante era aquella. La del niño y su muñeca.

Dícese por ahí que un niño, de una edad adecuada como para conversar de manera entendible pero no de razonamiento suficiente, recibía burlas y bromas de sus compañeros por su aferramiento a la que había sido su compañera, testigo y secuaz desde casi los días en que su madre le dio a luz. La muñeca. No una muñeca, no. La muñeca.

Era corriente, a nadie le producía un gran afecto como aquél que sentía el chiquillo. De cabellos rubios sintéticos que la acompañaban cada vez que el chico la zarandeaba levemente, orbes negras, redondas, pequeñas y plastificadas que parecían verlo todo, y vestido rojo de satén, con lazos y volantes. El niño la adoraba. Pero el tiempo y la edad habían conseguido trastornarlo, y poco a poco sentía como la inanimada compañía de la muñeca le era insuficiente.

Un buen día, le habló, como tantas otras veces. La diferencia en aquella escena era que el niño esperaba una respuesta. La quería. La exigía. Pero ella, por supuesto, no se la daba. A tal punto llegaba la imaginación, la inocencia o simplemente el trastorno del pequeño, que la llegó a creer enferma. E intentando hacer encajar su anatomía con la de la muñeca y comprobando con espanto como lo que la rellenaba era algo que asemejaba a algodón áspero, llegó a la conclusión que carecía de algo que, según lo que sabía, todos los seres vivos necesitaban. Algo que en él, y lo sabía por sus varios accidentes en distintos momentos de su vida, abundaba.

Tuvo miedo. Mucho miedo, porque sabía que le dolería. Como tantas otras veces en que había caído o se había golpeado. Pero era tanto el deseo, el querer ver a la muñeca responderle, hablarle, sonreírle, que reunió todo el valor que nunca hubiera podido llegar a conseguir en toda su larga y próspera vida.

Dicen que lo encontraron en su habitación, acurrucado en la cama. Con el brazo curiosamente deformado, una mueca inexplicable en el rostro y todo él y sus alrededores manchado. Un abrecartas del que su padre se deshizo al día siguiente en una mano y, entre sus brazos, la muñeca. Igual de inerte e inanimada, y empapada, su piel artificial rojo sangre. Del mismo color que su vestido de satén, con lazos y volantes.